Filma tu choro y ponlo en Internet

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Estrategias para combatir la delincuencia


Se nos ocurre una idea. No es la de chapa tu choro y rómpele una pata, la mano, el estómago, la boca, la cara, dale de latigazos y enséñale a no robar; no, no creemos que aquella pueda ser una buen fórmula para detener la delincuencia, pero creo que hay si una idea central en ese mensaje, el que la sociedad civil asuma el reto, se comprometa a luchar contra la delincuencia. Lo otro, asumir por propia cuenta y manos y pies la justicia sólo convertirá a los verdugos en otros delincuentes tanto o peores acaso que los mismos ladrones a los que ajustician. Asi que la idea es simple, ahora que estamos en la era de los selfies, del celular toma fotos, del celular filmadora, de la moda de tomar fotos y filmar con el celular de todo, de todos y todo el tiempo, hasta llegar a la asfixia, creo que podemos usar mejor esta nueva manía insaciable, y entonces propongo tomar fotos y filmar todos los robos, asaltos, actos criminales o cualquier acto lesivo a la vida, la salud, la integridad, física o mental, y luego subirlo o transmitirlo inmediatamente por internet a través de Facebook, instagram, skype, youtube o cualquier programa que pueda poner en evidencia a los delincuentes y mostrar sus rostros, para hacerlos virales. Viralizar los rostros de los delincuentes permite que todos nos prevengamos de ellos, que los identifiquemos y estemos atentos cuando estén cerca nuestro y en caso sea necesario, los denunciemos ante las autoridades. Esta es una fórmula talvez ingenua, pero en este tiempo de descarada delincuencia, robo irrefrenado, inseguridad y actividad delincuencial escandalosamente permanente, creciente y peligrosísima, ninguna acción preventiva debe ser descartada. Y es que es necesario que adoptemos todos la manía de defendernos sin violencia contra la delincuencia. La delincuencia es mucha y creciente, pero los otros, los que no roban celulares, carteras, o asaltan en cualquier calle de nuestras ciudades somos muchísimos más. 

Una experiencia existencial sobre la delincuencia: el robo el pan de cada día

Marzo. Casi las siete de la noche. He trabajado mucho aquel día. Si Herbert Marcuse me hubiera visto olvidaría su genial concepto de trabajo como una "actividad económica meramente productiva", volvería a rehacer su libro "Ética de la Revolución" y cambiaría específicamente el capítulo: "Acerca de los fundamentos filosóficos del concepto científico-económico del trabajo". Marzo, ingreso a una panadería y me siento en una mesita, pido una gaseosa heladita; quiero relajarme (recuerdo a Paul Lafargué con su libro "El Derecho a la pereza"), saco mi celular, y muy cómodo comienzo a buscar los números de mis familiares para llamarlos pues acabo de decidir -y me siento orgulloso de ello, casi un santo, casi como si hubiera leído el libro "Ética para Amador" del filósofo Fernando Savater-, que mantenerse informado sobre tu familia es necesario, oportuno y hasta obligatorio moralmente. Voy buscando sus números en mi celular y, en un instante inefable, una mano -como «la mano de dios», de Maradona o Raúl Ruidíaz- se acerca velozmente, me arrebata mi celular y se va. Aquella mano le pertenece a un joven de pantalones celestes grises raídos, polera blanca percudida, y gorrito blanco sucio. El joven energúmeno me ha jalado el celular y luego corrió velozmente hacia la calle. Un grito de mujer se escucha, es la cajera de la panadería que ha visto al ladronzuelo mucho antes de los hechos. Aún anónimo, sorprendido, no atino a saber rápidamente qué ha pasado; después, ya repuesto de la sorpresa, levanto toda mi humanidad, decido perseguir al energúmeno y echo a caminar rápidamente detrás del ladronzuelo, porque, inexplicablemente, pienso que correr se vería ridículo en mi -pues me digo que eso no es propio de un abogado-, sin embargo frente a la velocidad del ladronzuelo atrevido y sagaz, olvido mi complejo de superioridad y opto por «trotar» detrás del ladronzuelo. El delincuente acelera el paso, se ha dado cuenta que lo sigo y voltea en una esquina; cuando llego también a esa esquina lo veo subirse en un auto de lujo, negro, de lunas polarizadas, y aquel bólido, rapaz y cómplice objeto, deja oír el ruido que hace al presionar el acelerador, da vuelta en otra esquina y mi vista ya no puede visualizarlos. Es tarde ya. He perdido. Me han robado, ¡a mí!, a este hombre machazo, ¡no lo puedo creer!, pues -pienso- soy alto, de cara macilenta y brusca, de aspecto peligroso o al menos «hombre de cuidado», además «siempre tengo suerte», ¿cómo me puede haber pasado eso a mí?, ¿cómo un mequetrefe enano, energúmeno y hasta ridículo hombrecito que arrastra sus pantalones sucios ha podido arrebatarme mi celular?, ¿cómo? Pienso: soy abogado; y entonces me pregunto: "¿De qué me sirve saber de leyes, de derecho, de jurisprudencia, de dogmática jurídica, etc., si igual me han robado?, ¿Si aquel hecho probablemente quedará impune? Regreso a la panadería, pregunto a la señora que ha gritado si ha visto la cara del delincuente. Ella dice que no, que no sabe nada. Pregunto por el dueño, y no me dan respuesta, segundos más tarde me dicen que no está. Nadie sabe ya nada, todos se hacen los desentendidos; todos se convierten en ¿cómplices? naturales, por impotencia, desidia, conveniencia, miedo o indiferencia. Yo mismo olvido el asunto y no pongo la denuncia, por flojera, desidia y ganas de no meterme en líos con trámites engorrosos o con policías con cara de querer cobrarte por respirar el aire que les rodea -no todos por supuesto-, y ¿también me convierto en cómplice? Estoy triste, ni siquiera recordar el hecho que a Ernesto Sábato, el gran escritor argentino, le intentaran robar la tapa de su último libro: «Antes del fin», me reconforta. Mi celular llevaba consigo cientos de dibujos que había hecho. El aparatito tenía un lápiz óptico con el cual yo dibujaba jueces, desnudos, rostros, todo relacionado con el Derecho; también escribía en mi celular, ayudado de un teclado inalámbrico, en restaurantes, cafés, etc.; así que el ladronzuelo aquel se llevó también mis escritos, subrayados de libros bajados de internet, mis comentarios y análisis al proyecto del nuevo Código Penal, que había avanzado impensablemente; cientos de escritos, más de quinientos dibujos, un grupo variado de subrayados de libros se habían llevado con aquel robo. Estoy desconsolado, pero por fin, pienso: algún día podré decir que mi mayor obra, la mejor, se perdió en aquel celular; y me creeré un suertudo. Cuento aquello del robo del celular, porque con el objeto robado, que tiene un costo específico (supongamos entre 300 y 1,500 soles), va también aquellos objetos, o datos que no son contabilizados cuando se hace la evaluación de la cuantía o monto al que asciende el agravio del delito; así un dato informatizado, una información o producción intelectual puede tener un costo muy variable.

En los medios periodísticos informan reiteradamente que la policía atrapa a los delincuentes roba celulares, pero los sueltan rápidamente porque el monto de lo robado no ha superado la remuneración mínima vital, siendo que de acuerdo al Código Penal, en su artículo 444 se prescribe que el Hurto (Art. 185), y los daños (205) como faltas y no como delitos. Sin embargo el robo de celulares no es un hurto, no puede ser calificado como hurto, sino como robo, por el ejercicio de la violencia contra la persona a la que se le roba, por lo tanto tal hecho siendo diferente merece una sanción mayor. Por otro lado, el monto del celular no es el valor material del celular, sino la suma del monto material y el monto del valor de la información contenida en el celular; por lo que muchas veces el monto total superaría la remuneración mínima vital.

El robo se ha vuelto escandaloso y descarado en nuestro país; roban en las calles, arrebatando los celulares, sin disfraces o antifaces, a plena luz del día; roban en los semáforos, inventan nuevas estrategias de robo: los bujieros que rompen las lunas de los vehículos, taxis, y asaltan a los pasajeros; roban en las cabinas públicas de internet, en los chifas, en los restaurantes, en las universidades, en las iglesias, en las casas de ex ministros; roban con cuchillos, verduguillos, pistolas, y hasta granadas; roban y «matan» por tan sólo 300 soles -informan los medios periodísticos-; los delincuentes son angustiantemente cada vez más «menores de edad»; roban, violan, matan; lo hacen de a pie, en autos negros de lujo, en motos -como sicariato-; delinquen como si aquello fuera un trabajo, con un jornal de tiempo y producción; roban, violan, matan, como si aquello fuera el pan de cada día en nuestro país. Sólo queda una cosa que hacer: ponerse manos a la obra, pensar en cómo combatir el robo, sin violencia por supuesto: Esta condición gnoseológica de la delincuencia debe transformarse en actos de resistencia.

El descaro con que los delincuentes cometen sus delitos (a cara pelada, sin taparse la cara) demuestra que la moral ha fallado; que los sistemas de seguridad de las calles han fallado, que no hay una política contra los mercados negros compradores de objetos robados (receptación); que no hay un control y registro de la comercialización de armas, pistolas, granadas; que los medios difusores de los mecanismos de adiestramiento y educación social han fallado; han fallado las escuelas, ha fallado la iglesia, han fallado las instituciones públicas, ha fallado el gobierno, pero también hemos fallado cada uno de nosotros; y entonces -pienso-, es necesario volver a plantearnos el problema, porque esperar que el Estado resuelva todo es casi imposible; ha llegado la hora de volver a la clásica y antigua máxima de John F. Kennedy: «No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tu país». 

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